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MAR
2022

Homenajes a Sofía Laski, por sus hijes y nietes, marzo 2022

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HIJES

Estaba fijada en una foto, una sola, la buscaba entre las cientas que Luli había utilizado para el video de los 90 años. No pudo decirme qué buscaba, no supe intuir cuál era. Al final pactamos sin decirlo que seguiríamos hurgando, despreocupados, en la historia de su vida y la de todos nosotros. Pero yo seguía ansioso y le mostraba una foto tras otra como un policía frente a un testigo.

Se cansó de mirar. Y empezó a hablar de una nueva guerra que la perturbaba. Contaba con los dedos el número de muertos, pero no pude descifrar si en polaco o en idish, aunque creo que en polaco porque era una dicción totalmente desconocida.

Era la foto de la guerra la que buscaba. De la guerra de ocho décadas atrás que le ahogó la vida. No estaba allí esa foto, no iba a estar. Pero entendí que no era necesaria una foto para reflejar una vida de película, una larga sucesión de vivencias, alegrías, tristezas, varias tristezas, las de una mujer que luchó contra un mundo que se le presentó hostil desde muy pequeña y se alzó para lograr muchos sueños y postergar otros, como suele ser.

Ya agotada, me tomó con su mano frágil y me preguntó: “¿Hasta cuándo te quedás en Buenos Aires?”. Desde hace mucho tiempo tengo que recordarle una y otra vez que vivo en Montevideo, pero esta vez se sumió en un estado de lucidez que no esperaba.

Nos quedamos un rato más tomados de la mano. Y me fui sin responder. Oscar Laski, hijo.

Una postal de infancia: Es una misma imagen en blanco y negro que se repite en muchas fotos de nuestro álbum familiar. Las visité una y otra vez durante muchos años. Una mujer con un tapado bien largo habla en un acto público. Por el cartel que se ve en el escenario, presumo que se trata de un acto para conmemorar el fin de la guerra o un aniversario del Levantamiento del Ghetto de Varsovia. No lo sé, pero se lee: ‘Homenaje a los 6 millones de judíos que fueron asesinados por los nazis’. Cuando observaba las fotos, me sentía orgullosa que mi mamá fuera oradora en ese acto. Especialmente porque el resto de los panelistas que se veía en la foto eran todos hombres. Una mujer entre tantos hombres. Y de eso hablaba en el ICUF en aquellos años, de eso nos hablaba ella antes de irnos a dormir: que la guerra nunca más. Y creo que Sofía inició su contribución al ICUF con este mensaje.

Hoy pienso en esa foto y creo que la voz que usaba en esos actos para recordar a las víctimas del nazismo la siguió usando toda su vida, para escribir, para contar historias, para inspirar a otros, y para ser mi mamá. Y eso fue lo que me/nos enseñó, a aprender a usar mi/nuestra voz. Y también a ser pacifistas, feministas y tener curiosidad por los libros y las historias, entre otras cosas. Ahora, en los años finales de su vida y en circunstancias más difíciles, casi sin poder hablar, sigue diciendo, a su modo.

Igual estoy segura de que si estuviera un poco mejor, alguien estaría sacando una foto suya hablando contra la guerra en algún otro panel. Laura Laski, hija.

Muchas vidas en una vida. El nazismo, las persecuciones, la familia perdida, otro país, otro idioma, otros paisajes, y la tarea de reconstruirlo todo.

Muchas Sofías en una Sofía. La compañera, la escritora, la docente, la investigadora, la dirigente, la pensadora, la militante.

Muchas madres en una madre. Las historias de la familia lejana que ya no estaba, la de las charlas, la de los consejos, la de la defensa de tus hijos.

Valorar tu fortaleza, para reconstruirte ante tantas adversidades. Y destacar lo mucho que supiste edificar.

Historias miles.

Tu vida son muchas historias, y en la mía están siempre presentes”.

Daniel Laski, hijo.

Recorro escenas vividas contigo, má, escenas marcadoras, de esas que te quedan en la memoria, en el alma, de esas que son irremplazables e indispensables porque me constituyen en la persona que soy ahora. Elijo apenas algunas:

Tendría cuatro, tal vez cinco años. Llegamos caminando de la mano hasta un lugar donde se organizaba un festival infantil. Había muchas nenas y nenes con sus mamás reunidos en un patio que, para mi tamaño, era inmenso. Y también había números artísticos en un clima de alegría y entusiasmo. Años más tarde supe que había asistido a un festival organizado por la UMA (Unión de Mujeres de la Argentina) en un local del partido Comunista (seguramente en uno de esos breves períodos en los que era legal), en la calle Bahía Blanca. Ahora, cuando participo de las increíblemente populosas movilizaciones feministas, soy yo quien desearía llevarte de la mano. O quizás siempre te lleve. Y creo poder empezar a entender algo con relación a las construcciones colectivas, perseverantes y amorosas.

Tendría ocho o nueve años, tal vez diez. Algo luminoso, potente, me sucedió un día: pá y má me llevaron al teatro a ver una obra para adultos. Todavía recuerdo el personaje imponente de aquel gaucho que decía cosas que no comprendía del todo pero que me fascinaba. La obra era Martín Fierro. Y fue ahí donde empecé a escuchar (a escucharte) eso del teatro independiente, de los grupos teatrales, de las cooperativas, de actores y actrices que no aparecían en periódicos o revistas. Pero que podían crear obras de inmensa calidad artística.

Sería ya adolescente cuando empecé a sumergirme en tus escritos, en tus discursos pronunciados en actos del shule Sarmiento, el ICUF, el teatro IFT y otras instituciones. Me sentía orgullosa cada vez que te escuchaba, eras una diosa convocando a todos los mortales a seguir el desarrollo de ideas implacables e inteligentes. Tus palabras y también tus silencios…, aquellos silencios que ocultaban tanto dolor por tantas pérdidas de seres queridos, por la devastadora guerra mundial y por enfermedades. Esos silencios que también fueron un legado y que me obligaron a buscar y encontrar palabras que les dieran sentido.

Y tu escritura, tu incesante búsqueda de las ideas e imágenes expresadas en palabras precisas que aprecié cuando te ayudé a pasar a la PC tu último libro, Al sur del sur.El placer que sentías por las bellas palabras sigue aún vigente a pesar de la cruel borrasca en la que por estos días transcurre tu vida. Marina Laski, hija.

NIETES

Volvería a abrir las puertas de tu placard para llenarme de historias que llevo como bandera.

Mi llegada al feminismo fueron esas puertas abiertas. Palabras que combinaban cuerpo, identidad, búsqueda, ausencias, fuerza y potencia. Y yo viajaba. Y me llevaba en mi valija imaginaria esos vestidos coloridos, las palabras en ídish, fotos en blanco y negro, uno de los tantos libros de tu biblioteca y un par de aritos con broches de esa caja mágica donde los guardabas.

Y te pregunté cuándo dejaste de militar y me respondiste que es algo que nunca se deja de hacer. Y después de ese sorbo de té, me dijiste que la felicidad son pequeños momentos que se viven.

Tu feminismo, mi feminismo. Habitar nuevos espacios, transformar, la palabra y su potencia, lo colectivo, la búsqueda, el transitar, perderse y volverse a encontrar, diferente.

Hace poco terminé de leer una novela que relataba historias de mujeres que luchan. Y nos soñé agarradas del brazo caminando. Natalia Laski, nieta.

Abuela, Sofía, Syma, ¿y ahora quién, qué, por qué? Para mí, mi abuela. Con quien nos acompañamos en muchos momentos. La muerte, la vida, crecer.

Crecí en tu departamento de Avenida San Martín y después en el de Almagro. De San Martín recuerdo las ventanas hasta el piso, sin balcón, el mate dulce en el termo naranja con relieves cuadriculados y esos asientos raros que luego ocuparon el balcón en Almagro.

En Almagro, la hamaca paraguaya que usábamos más tus nietos, los dulces escondidos, la botella de licor de cereza y, de a poco, mis piezas de cerámica, mi raqueta de tenis. Tu compu del solitario empezó a ser mi compu para diseñar, tus noches de descanso se desvelaron para hacerme resúmenes y que rinda bien algunas materias de mi carrera.

De a poco, tu casa la compartiste conmigo, tu comida, tu paciencia, tu escucha. Hablábamos mucho, eras mi confidente, y la experiencia en tu vida me sirvió de ejemplo, me calmaba en momentos turbulentos.

Y seguí creciendo. Vos también creciste y ahora me cuesta, me angustia, quiero que seas mi abuela, la de siempre, y por momentos hacés un chiste, como siempre, para siempre”. Julieta Laski, nieta.

«No se puede pensar en nada; siempre en algo se está pensando».

Con esa frase que me regalaste a mis 8 años mientras me mecía en la hamaca paraguaya del balcón de tu casa cambiaste mi forma de entender para siempre.

Y era inevitable que el pensamiento fuera tu regalo. Vos que hiciste con el pensamiento y las palabras tu huella en la vida.

Y pienso en todas las paradojas que fueron marcando esa huella.

Polaca en Buenos Aires, judía en Varsovia. Escapar del infierno de una guerra para sufrir ese infierno en Argentina. Hablar bien fuerte cuando convenía callarse.

Tener la respuesta justa para todas mis preguntas, pero jamás tener la respuesta precisa para saber dónde habías dejado tus anteojos.

Escritora, viajera, educadora, contadora de cuentos, jugadora de generala, la mejor cocinera de knishes, desde los detalles más importantes hasta las definiciones más cotidianas todo eso que no cabría en el cuerpo de un gigante está en vos.

Gracias por enseñarme que siempre hay que pensar, por las paradojas que te hicieron tan genuina y por haber podido formar parte de tu huella. Lucio Laski, nieto.

“Cinco minutos bastan para soñar toda una vida. Así de relativo es el tiempo”. Mario Benedetti.

La historia de una niña que huye de la guerra en un épico viaje en barco a un país lejano y desconocido puede ser para nosotros un gran guion para una película de aventuras. El tiempo histórico que nos ha tocado vivir es (hasta este momento al menos, siempre es bueno remarcarlo) uno que nos permite llevar nuestros proyectos de vida con eso que llaman normalidad. Sin embargo, esos ojos infantes que vieron la agitación del puerto, los saludos desesperados y la costa perderse lentamente en el horizonte existen aún. Son los mismos que hoy siguen contemplándonos incrédulos con sobredosis de cariño.

Las mil y una historias de Sofía nos llegan a sus nietos a través de relatos familiares de sobremesa donde la tragedia y la comedia están entrecruzadas. De una anécdota donde una caída hace doler la panza de risa de todas las personas puede pasarse en instantes al recuerdo de los militares entrando a punta de fusil en la casa de Canalejas, de Buenos Aires a Varsovia o de los años sesenta a los noventa… “La historia es una red y no una vía”, dijo algún cantautor por ahí.

Hoy la abuela Sofía ya está muy viejita, para qué negarlo. Sus manos líticas, sus cabellos incoloros y su voz cavernosa… Digamos más propiamente: su “envase” carga el paso del tiempo, que obviedad mediante, siempre avanza a proa. Sin embargo, en lo más profundo de su mirada todavía puede advertirse a cada una de las Sofías (que nació llamándose Syma, aunque en su documento figura el nombre Silvia, pero esa es una anécdota para otro momento): La escritora, la docente, la madre, la militante. Y si se mira con un poco más de atención puede adivinarse a esa niña que se subió en un barco escapando de la guerra, como en las películas. Y uno no puede más que preguntarse cuántas vidas caben en una vida. Joaquín Dufour, nieto.

¿Cómo estás, bichonga? Tu voz carrasposa se escucha cansada. Reviso esas imágenes en blanco y negro de las cajas del cuartito de adelante. Hombres de traje, nenas riendo, viajes a lugares exóticos. Elijo una donde parecés una actriz de cine italiana, con un vestido floreado y el pelo bien oscuro.
Ahora vos estás sentada enfrente de mí tomando el mate de leche, contándome tus historias con la mirada perdida. A veces pienso si la guerra se vive en el cuerpo, que la memoria a veces es engañosa pero el cuerpo recuerda a través de las marcas que el tiempo deja. Vos estás acá y allá, entre libros y vestidos que me pruebo para sentirme más cerca.

Me hablás de historia y de tu historia; no sé qué es verdad y qué inventado… ¿Acaso importa? Yo igual te sigo escuchando, bichonga”. Luciana Laski, nieta.

Un día me llevaste a pasear por Puerto Madero y me hiciste un resumen exhaustivo de la historia política de la Argentina algo que, hasta hoy, nadie más ha hecho. Me constaste que Illia fue el mejor presidente y después fuimos a merendar. Me pediste mi primer café con leche. En mis tierras yanquis está prohibido tomar café hasta como los 14 y me sentí muy cool. Me gustó bastante.

El mejor plato de pasta que me comí en mi vida lo hice con vos, en Almagro. Eran unos espaguetis de huevo con queso reggianito. Fue una noche donde jugamos a la generala y me ganabas partido tras partido. Creo que hasta llegué a hacer trampa y aun así seguías ganando. Esa noche también me enseñaste como jugar a la escoba del quince. No volví a comer esos espaguetis tan ricos pero cada vez que voy a Buenos Aires me traigo unos paquetes de reggianito y me acuerdo de vos.

Cuando íbamos a tomar helado, siempre te pedías (además de chocolate) sambayón, un gusto bien exótico para mi paladar norteamericano. Alguna vez te pregunté cómo se hacía y me dijiste que llevaba yema y alcohol. Me dio asco y no me atreví a probarlo. En enero, por primera vez, me pedí un helado de sambayón y estaba buenísimo. Hasta hoy me seguís enseñando cosas. Igual mañana me como unos riñoncitos. Vera Armus, nieta.

Mi mayor dificultad siempre fue con la letra S.

Parece un poco irónico, ¿no? Considerando lo esencial que era la S para deletrear las palabras más importantes de tus clases de taquigrafía: S-O-F-I-A, me dictabas, mientras yo trataba de seguirte con mi birome, dibujando formas extrañas. L-A-S-K-I, me decías — quizás en el Georgia’s Cafe, la pastelería de la calle 89, o en Las Violetas, a la vuelta de tu casa.

Nuestro vínculo siempre fue uno vivido a través de episodios cortos e intensos, juntando un año entero en un par de semanas, acá o allá. Momentos cariñosos, intentos fallidos de acortar todas las distancias que nos separaban — la edad, el idioma, la geografía. Todavía recuerdo (con un poco de vergüenza) mis quejas después de algún intercambio particularmente incómodo en la escuela primaria: ‘No hay que darles besos a mis amigos del cole’ yo protestaba.

Era en tus clases de taquigrafía donde nada de eso importaba. Poquito a poco, me ibas revelando las claves de ese lenguaje ajeno, aunque cada año un poco más familiar. Siempre entre juegos de generala, o escoba del 15.

Me cuesta escribir este texto. Me cuesta enfrentar la crueldad de la situación, la sensación de que todas esas distancias nos han dejado con algo menos profundo. El vínculo que existía antes, frágil, aunque se mantuviera de alguna forma entre continentes, ya no es más que un intercambio anual de muy pocas palabras. El curso de taquigrafía se acabó, y no porque llegamos a su fin.

Después de tantas clases, lamento no utilizar casi nada de taquigrafía. Pero lo básico — lo esencial — todavía lo recuerdo. Y nunca me olvidaré de la letra S. Teo Armus Laski, nieto.