04
JUL
2018

¿Qué me despierta Rusia 2018?, por Isaac Rapaport. Texto completo.

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PRIMERA PARTE

INVIERNO DEL 41

Nazis en MoscúEl 22 de junio de 1941 era domingo. Por ende, ese día no había clase y aprovechaba para meterme en la cama de mis viejos junto a ellos. Yo tenía 9 años. Nuestra vivienda era una única habitación de una casa tipo “chorizo” que daba a la calle, en Sarmiento 3038. La radio estaba encendida pero no despertaba mi interés hasta que en un momento oí que el locutor exclamó: “Stalin lanzó una proclama”. Si bien estaba al tanto de la guerra que se estaba librando desde dos años antes, ignoraba la posibilidad de una invasión alemana a la URSS.

A partir de entonces comencé a prestar mucha atención a los informativos radiales. Las noticias del frente de guerra, en esos primeros meses de la agresión nazi, eran desoladoras. El avance de las tropas alemanas en territorio ruso era fulminante: en poco tiempo llegaron a ubicarse a 24 kilómetros de Moscú. En esas circunstancias, el gobierno soviético, ante el peligro inminente, trasladó la capital a Kuibishev, una ciudad más alejada de la zona de fuego y, además, reemplazó en el mando de las tropas al comandante soviético mariscal Simeon Timoshenko por el mariscal Gregory Zhukov.

Moscú no cayó en poder de los nazis.

LOS JUDÍOS SE MOVILIZAN

En todo el orbe, en la Argentina y en el judaísmo mundial la agresión alemana a la URSS provocó conmoción. En grado máximo, eran los judíos quienes tenían mayor conciencia de lo que significaría para ellos un triunfo alemán. El mundo temblaba.

En nuestro país se constituyó el Comité Israelita de solidaridad con los aliados que, en realidad, era ayuda a la URSS. Su presidente fue el doctor Sansón Drucaroff. En la capital, se crearon comités barriales cada uno de los cuales tenía como adjunta una comisión femenina. Periódicamente se llevaba a cabo una reunión plenaria capitalina con representantes de los comités barriales.

En una de ellas, un domingo de octubre o noviembre de ese año, participó mi papá. A la tarde nos llegó la noticia que la policía del gobierno de Castillo había detenido a todos los presentes en la reunión. A la mañana siguiente fui al colegio, que llevaba el nombre de Carlos Tejedor, situado a cinco cuadras de mi casa, en Sarmiento 2573. (El edificio aún existe). En la cartera donde transportaba los cuadernos y útiles escolares llevaba, además, un paquete que me dio mi mamá.

A la salida, tomé un colectivo que me transportó al viejo edificio de la Comisaría 9, situada en la calle Díaz Vélez, cercana al Hospital Durand. El vigilante que estaba en la puerta me acompañó cordialmente hasta donde se hallaban los detenidos y allí le entregué a mi papá el paquete en cuyo interior había alimentos. Esa tarde todos fueron liberados.

GUANTES

La guerra desatada por el gobierno nacionalsocialista germano no se libraba sólo en los campos de batalla. Las arbitrariedades cometidas por sus autoridades permitían presumir con mucho fundamento que un eventual triunfo de sus tropas significaría la persecución y muerte para millones de civiles, en particular para los judíos, cuyo exterminio se fijaron públicamente como meta. El ataque a la Unión Soviética y el éxito inicial de las tropas nazis provocaron gran angustia y acrecentaron los temores. Una de las formas de ayuda que el Comité Israelita mencionado ideó fue la creación de un taller para confección masiva de guantes de abrigo para ser enviados a los soldados soviéticos.

Es sabido que el invierno en territorio ruso es severísimo. Napoleón Bonaparte no pudo con él. Y a Hitler no le fue mejor.

El taller se constituyó en mi domicilio. El viejo caserón había quedado casi vacío porque la intención de sus dueños era demolerlo. En consecuencia, el encargado y los inquilinos se fueron mudando uno a uno y, en un momento, quedamos como únicos moradores. El taller desarrollaba su actividad utilizando varias de las habitaciones que habían quedado desocupadas. Afortunadamente, los propietarios parecían no tener apuro para el desalojo total.

Aún hoy me impresiona pensar en la inconsciencia de mis viejos (¿sería así?) en facilitar la casa para esos menesteres. El taller, desde luego, no desarrollaba una labor delictiva pero todos los días concurría mucha gente para la realización de la tarea prevista. Por lo tanto, estaba expuesto a que se conociera su actividad. Obviamente, no se había solicitado ninguna autorización a los dueños.

No sólo eso. Ignoro cuáles eran los requisitos municipales de la época que reglaban la existencia de talleres industriales pero, cualesquiera que fueran, ninguno de ellos se estaba cumpliendo. Y además, aunque la tarea de confeccionar guantes no era ilegal, los destinatarios de la producción, sin duda no eran de la simpatía de las autoridades nacionales. Con el riesgo que implica la presencia de tantos factores adversos, el tema de la ausencia de medidas de precaución política resulta sorprendente.

Infiero que los métodos de represión y de inteligencia de los organismos de seguridad a comienzos de los años cuarenta no debían ser tan refinados como los utilizados con posterioridad y que, en consecuencia, los resguardos que se tomaban ante los mismos eran más laxos. A esa conclusión arribo cuando asocio lo relatado con otros episodios.

En esa época, el portón de entrada a mi casa permanecía abierto –o cerrado, sin llave– durante todo el día, como en la mayoría de las casas. Entraba y salía quien deseara hacerlo, moradores, proveedores o visitantes. No tiene porqué llamar la atención: era lo habitual.

En varias ocasiones, entró al caserón y llegó hasta la puerta de nuestra habitación un señor al que conocíamos, saludaba, mi mamá lo hacía pasar a la pieza y, mientras tanto, ella continuaba sus labores en la cocina y yo jugaba en el patio. De vez en cuando yo ingresaba a la habitación y observaba que el visitante había extendido sobre la mesa unos papeles y escribía. Transcurrido un buen rato, recogía sus cosas y se marchaba.

Esta escena se repitió muchas veces a tal punto que el rostro del hombre ya me resultaba muy familiar. Al tiempo dejó de venir. Tres o cuatro años más tarde lo encontré en un colectivo de la línea 110. Me miró fijamente. Era evidente que me había reconocido por lo cual me sorprendió que no me saludara. Me extrañó, sí, pero no del todo. Supongo, sólo supongo, que no debía sentirse cómodo al verme.

Mientras se produjo su ausencia había oído, en una conversación de adultos, que debido a cuestiones políticas había sido detenido por la policía y probablemente torturado para extraerle información, motivo por el cual, se decía, había tenido un acto de debilidad. Sin pretender juzgarlo, sólo deseo señalar que por una conducta de tal naturaleza no se recibían aplausos entre sus relaciones. Desde aquel incidente, según me enteré, no frecuentó más los ambientes habituales. Muchos años más tarde llegó a adquirir prestigio –era médico– en el ejercicio de su especialidad. Era el doctor M. Falleció no hace muchos años.

Una tarde, sonó el timbre de la calle. Me acerqué a abrir la puerta y observar quién era. Ante mis ojos se hallaba una señora mayor que me saludó respetuosamente y se presentó: “Soy Sara Kordon”, me dijo, y preguntó si estaban “los compañeros” del taller. Fue la primera ocasión en la que escuché el vocablo “compañero” en el sentido con que se lo cita en los partidos políticos populares. Veintisiete años más tarde volví a encontrar a la mujer. Resultó ser la madre del recordado Jaime Kordon, compañero de actividades en el ICUF.

El Comité organizaba, asimismo, otras formas de actividad con la misma finalidad, por ejemplo, picnics y kermeses. En las semanas previas a los mismos se efectuaban colectas y recolección de objetos que luego, en el transcurso de esos eventos, eran rematados al mejor postor. Con los fondos obtenidos se adquirían los insumos para la confección de los guantes.

En una de esas colectas apareció un juego, el Meccano, cuya posesión era para mí una gran ilusión. Su valor material no era inalcanzable, pero tampoco de los más baratos. Durante el remate mi mamá hizo una oferta y otras señoras hicieron lo mismo. Cuando ya creía que pasaría a sus manos –es decir, a las mías– la señora Elke, que pertenecía a una familia de mayores recursos, efectuó una propuesta cuyo monto superaba a las demás.

Fue el fin de un sueño.

El episodio contribuyó a que ya a temprana edad yo pudiera percatarme del significado de las desigualdades entre la gente pudiente y la que no lo era. Nunca tuve un Meccano.

Así, el taller continuó durante unos meses hasta que, con motivo de nuestra mudanza, dejó de funcionar.

SEGUNDA PARTE

SAN PETERSBURGO

HiroshimaHace unos días, la Selección Nacional de Fútbol jugó un dramático partido contra Nigeria con lo cual consiguió el pase a la ronda siguiente.

El partido se llevó adelante en San Petersburgo, antes Leningrado. El periodista de Clarín acreditado para informar sobre el encuentro hizo un interesante comentario sobre el Museo Hermitage, uno de los emblemas de la ciudad. No estaba mal, pero hubiese sido pertinente hacer referencia a un episodio notable.

Aclaremos: la guerra entre Alemania y la URSS se extendió por casi cuatro años, más precisamente 1.224 días, durante los cuales 900 días la ciudad estuvo sitiada, es decir, rodeada por tropas alemanas que, sin embargo, no lograron perforar las defensas soviéticas. Se lo recuerda como el “Sitio de Leningrado”. Dimitri Shostakovich compuso una sinfonía en homenaje a la heroica gesta.

STALINGRADO

En septiembre de 1942 los nazis habían llegado a la ciudad entonces denominada Stalingrado (hoy Volgogrado). Su caída hubiera significado el acceso hitleriano a las zonas petrolíferas del Cáucaso y un desarrollo impredecible para el futuro político y militar.

Las batallas se desarrollaron luchando casa por casa en el interior de la ciudad durante cinco meses. El Ejército Rojo no sólo impidió la caída sino que logró la rendición de todo el alemán, un total de 285 mil efectivos entre soldados, suboficiales, oficiales, incluyendo a su jefe, el mariscal Von Paulus. Algunos comentaristas la consideraron la mayor batalla militar de la historia.

HIROSHIMA

Pero la guerra no había finalizado de manera total. Japón, la tercera pata del Eje Alemania-Italia-Japón, siguió luchando durante unos tres meses más hasta su rendición. Una de las razones de la capitulación nipona fueron las bombas atómicas arrojadas por aviones de los Estados Unidos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. En el momento no alcancé a comprender el verdadero carácter de esa acción. Casi diría que esa capacidad militar ejercía cierta fascinación sobre mucha gente, yo incluido.

A partir de ese episodio, “atómico” y “atómica” dejaron de ser sólo adjetivos: pasaron a ser también sustantivos, para expresar grandiosidad o poderío notables. Fue tal la dimensión que el impacto del lanzamiento produjo en la mayoría de la población. Una torta sofisticada de confitería o una prenda de vestir llamativa recibían tal denominación. Un jugador del club Boca Juniors, Mario Boyé, famoso por la potencia con que pateaba la pelota, fue bautizado de ese modo por la prensa.

No hubo –o yo no presté la atención debida– suficiente información acerca del horror y muerte producido contra cientos de miles de ciudadanos civiles y se ignoraba aún el daño que, por la mutación genética, se produciría en el organismo de los descendientes de los habitantes de las ciudades castigadas. Veinte o treinta años después, según la propia información oficial, seguían muriendo japoneses que sobrevivieron a los bombardeos pero se vieron afectados a distancia, pese al tiempo transcurrido, por las radiaciones atómicas recibidas.

Me pareció verosímil, al principio, la versión norteamericana según la cual, de esa manera se aceleraba el fin de la guerra y, en consecuencia, se evitaba la muerte de muchos soldados. Era la versión oficial que se sigue citando, con la intención de exhibir una apariencia humanitaria.

Unos años más tarde, me enteré de las verdaderas razones de esa decisión. Según documentación que es pública –pero parece no haber interés en difundir– cuando los jefes de gobierno de Gran Bretaña, los Estados Unidos y la URSS, Churchill, Roosevelt y Stalin, respectivamente, se reunieron en 1942 en Teherán (como lo hicieron otras veces durante la guerra) resolvieron que, para aliviar la presión de los ejércitos alemanes sobre las tropas soviéticas en el Este europeo, los dos primeros países se comprometían a abrir un nuevo campo de batalla europeo contra los germanos, lo que se llamó “el segundo frente”, que obligó a los teutones a luchar tanto en el Este como en el Oeste, con su previsible debilitamiento.

Bastante tardíamente el frente se abrió, en efecto, en Francia, con la invasión aliada a Normandía, en junio de 1944, cuando el ejército soviético, en pleno avance hacia el oeste, ya había expulsado a las tropas nazis de su país e, inclusive, había liberado porciones importantes del territorio de países vecinos, igualmente ocupados hasta entonces por los alemanes.

A cambio de esta acción militar, es decir, el segundo frente, la URSS se comprometía a que, a los tres meses de rendirse Alemania, el 8 de mayo de 1945, las tropas soviéticas, en reciprocidad abrirían, a su vez, un segundo frente contra los japoneses, para aliviar la lucha de los Estados Unidos contra Japón –país aliado de los nazis– en Oriente. En los primeros días de agosto, el traslado de tropas rusas desde el oeste europeo ya libre de la guerra hacia las cercanías del Japón, para respetar lo pactado, era un secreto a voces al que los diarios ya hacían referencia.

El 8 de agosto se cumpliría el plazo previsto y la intervención prometida por la URSS auguraba una pronta rendición de un ya vacilante Japón. Sin embargo, el gobierno norteamericano tenía otros planes. La participación militar soviética contra Japón significaría que, terminada la guerra, al momento de discutir el futuro de la zona, Estados Unidos debería admitir la presencia de un socio político y militar. Para acelerar la rendición nipona y evitar la presencia soviética, el gobierno de los Estados Unidos resolvió arrojar su primera bomba atómica el 6 de agosto sobre la ciudad de Hiroshima y, tres días después, otra bomba sobre Nagasaki.

Como es de suponer, el ya exhausto Japón no pudo resistir e inmediatamente pidió el cese del fuego. En efecto, el 14 de agosto, Japón se rindió y, en la ocasión, junto a estudiantes de mi colegio y de otros establecimientos de enseñanza secundaria, nos reunimos a festejar, marchando por Avenida de Mayo hasta llegar al Cabildo.

TERCERA PARTE

TITO

Iggor NetoEn 1948, un episodio político sacudió al mundo. A la finalización de la guerra se había conformado un bloque integrado por la URSS y varios países del este europeo, algunos que habían tenido afinidad con el gobierno alemán y otros que habían sido sojuzgados por el mismo. El territorio de los mismos había sido atravesado por el Ejército Rojo en su marcha de liberación del yugo nazi. Uno de ellos fue la antigua Yugoslavia, hoy desintegrada en seis países. Quien la conducía era Josif Broz, conocido mundialmente como el mariscal Tito, un héroe nacional. Por diferencias con la conducción soviética, dejó de pertenecer al bloque mencionado y fue demonizado por el mismo. Siete años más tarde, muerto Stalin, los adversarios hicieron las paces.

LA MUERTE DE STALIN

El 6 de marzo de 1953 era el décimo día de mi incorporación al servicio militar obligatorio. A las cuatro de la mañana sonó el despertador y a los bostezos me preparé para ir al cuartel. Al bajar del trolebús en Santa Fe y Godoy Cruz, me dispuse a caminar por la avenida la cuadra que me separaba del mismo. Durante ese corto trayecto aprovechaba para leer los titulares de los diarios de la mañana que yacían en el suelo cuidadosamente ordenados por los diarieros.

En aquella época eran pocos los vendedores de diarios que disponían del mueble símil quiosco utilizado en la actualidad, que más que quiosco parece una petit librería. De ahí que los diarios se apoyaban encima del mármol de la ventana de un bar, sobre el escalón de algún negocio cuya anchura brindaba el espacio suficiente o simplemente en el suelo.

Esa madrugada, como todas, sobre el piso se hallaban, en efecto, gran cantidad de periódicos, pero a diferencia de lo habitual, todos ellos coincidían con titulares en letras tipo catástrofe exhibiendo un casi idéntico texto que me provocó estremecimiento: “Agoniza Stalin”.

Vale la pena detenernos un momento para una reflexión:

En 1953 no se habían cumplido aún ocho años desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial. Entre los países vencedores fue la desaparecida Unión Soviética la nación que había soportado el peso mayor, con veinte millones de muertos y la porción europea de su territorio arrasada por los alemanes. Tras el fin de la contienda, su prestigio y crecimiento político fueron enormes en el mundo entero y la ideología que la sustentaba entusiasmó a muchos.

El presidente Perón, anticomunista fervoroso y estadista sagaz procedió rápidamente al reconocimiento diplomático de la URSS tras muchos años de relaciones interrumpidas. Importante cantidad de jóvenes contemplábamos a ese país con admiración y la figura de su líder, cuyo nombre real era Iosef Visarionovich, era paradigmática. La información del derrumbe de su salud no había sido precedida por ningún anuncio previo de enfermedad o accidente por lo que la noticia conmovió aún más.

En el cuartel, en algunos momentos de descanso escuché entre mis compañeros algunos comentarios sobre Stalin, pero todos ellos muy vagos. Sin abrir la boca, yo prestaba atención a las expresiones y gestos de los muchachos pero no alcancé a darme cuenta si el abordaje superficial se debía al escaso conocimiento del tema o a mantenerse en reserva.

Era comprensible. Era peligroso emitir una opinión política, más aún si no era favorable al gobierno. Varios amigos míos, de mi misma edad, comprometidos ideológicamente, estaban a la sazón cumpliendo “la colimba” en lejanos e inhóspitos cuarteles militares, pagando alto precio por pensar diferente al gobernante de turno. Y a uno de ellos, Cacho Guber, esa lejanía cordillerana le costó la vida.

La muerte de Stalin gravitó notablemente en mi estado de ánimo de ese día y los sucesivos. ¿Quién podría creer en aquel momento lo que supimos con posterioridad, que el líder emblemático de millones de personas que deseaban un mundo más justo había sido el responsable de terribles crímenes que sorprendieron a la humanidad?

Fútbol: Argentina-URSS

El ya citado periodista Pablo Calvo menciona en la edición del diario Clarín del 30 de junio, desde Kazan, los honores que la ciudad le ha dedicado a futbolista Igor Netto.

Tuve la suerte de verlo en noviembre de 1961, cuando se jugó por primera vez un partido de fútbol entre los seleccionados de la Argentina y la Unión Soviética. El encuentro se disputó en la cancha de River. Tres años antes la Argentina había intervenido, después de varias décadas sin participar en mundiales, en el torneo realizado en Suecia, con el conocido papelón.

No obstante, un año después había ganado el campeonato sudamericano por lo que seguía siendo considerada como un referente importante en el fútbol mundial. La URSS también figuraba en un alto nivel de competencia futbolística lo cual generaba gran expectativa por el encuentro.

En el momento que los equipos aparecieron sobre la gramilla el apretujamiento había llegado a tal extremo que se asemejaba al estado en que se hallan los pasajeros en un vagón del subte a las seis de la tarde. El equipo soviético estaba capitaneado por su centromedio Igor Netto, gran jugador. Participaba, además, el legendario arquero Lev Yashin, apodado “La Araña negra” por el color de su vestimenta, considerado aún hoy, cincuenta y tantos años más tarde, como el mejor de la historia en su puesto.

Sin embargo, el recuerdo principal quedó para los tres atacantes: el centro delantero Ponedelnik, un profesor universitario, autor de uno de los goles, el puntero derecho Metrevelli, que lo tuvo a mal traer a su marcador, el zaguero izquierdo Vidal, y, fundamentalmente, el increíble puntero izquierdo Meskhi, a quien su marcador, Carmelo Simeone, tío del actual entrenador del Atlético de Madrid, todavía está buscando. No recuerdo haber visto jamás un baile semejante.

Ganó el equipo soviético por 2 a 1.